28 de enero de 2020

¡Donde las dan, las toman, Jeremías!

Aquella noche no sé bien que pasó. Los gatos se fueron más temprano a dormir y eso que hacía calor, por lo que era de suponer que hicieran su ronda nocturna: alguna pelea a la que nos tenían acostumbrados y algún amorío de los suyos que provocaban mil y un maullidos en medio del silencio. Pero en el ambiente se respiraba algo diferente. No sé bien si era aquella bruma de verano o aquel aroma que desde los campos llegaba. No diré que era un aroma agradable, sino más bien un hedor ya de por sí repugnante. El caso es que fuera lo que fuera, los gatos andaban todos adormilados. Eso era preocupante porque ya se sabe que cuando los gatos duermen, los ratones salen de fiesta.

Desde mi agujerito —hay que reconocer que es muy pequeño pues para ser yo una simple cucaracha, mucho espacio no necesito—, había estado observando a Jeremías, ese gato rústico que se las da de señoritingo, pero hay que conocerlo como yo lo conozco. Os diré que no os fiéis de las apariencias, que engañan. Y las de este gato... ¡¡¡Ufff...!! No digo nada que todo se me entiende y yo no soy cotilla. Como os decía, le había estado echando un ojo y no había dejado de mandar en todo el día al pobre Perdigués, ese ratón inocentón que no sabe decir no: «Tú, roedor, escoba también en los rincones», «plánchame la camisa que la voy a usar esta noche», «prepara un poco de té y sírveme una buena taza», y no sigo porque solo de recordarlo me entra un cansancio que se me agotan hasta las patitas traseras. Y bien que se aprovecha el gato tripón de la bondad del cándido Perdigués.

Ilustración de Anna Nenasheva
Así era que cuando llegaba la noche el pobre Perdigués caía rendido. Ni tiempo le daba a soñar. Cuando quería darse cuenta ya era un nuevo día y tenía que tenerlo todo listo, no fuera que el señor Jeremías tuviera a bien enfadarse y mandar cualquier chorrada de esas que se le solían ocurrir aunque solo fuera por jorobar al pobre ratón. Yo me subía por las paredes y no solo en sentido literal. Me entraba un no sé qué, un qué sé yo... así por la tripa, erizándome los pelillos de las patitas... que hasta los bigotes se ponían nerviosos. Estaba muy cansada de aquella actitud del dichoso gato y lo peor es que Perdigués no espabilaba. Os juro que me desquiciaba. Me ponía ¡¡¡locaaaa!!!

Ilustración de Hoisel, arte conceptual
Se me ocurrió una sutil idea. Solo tenía que ponerme en faena porque os aseguro que era genial. No, genial, no, divina de la muerte. ¡Como os lo digo! He de reconocer que en ocasiones tengo muy malas ideas pero está era.... ¡¡tremendísima!! Me frotaba las patitas con la genialidad de mi ocurrencia. No encontraba el momento de ver la cara del engreído de Jeremías.
Aquella misma mañana, cuando sabía que a todos cogería comiendo, envié a varios de mis amigos con una orden muy concreta: "Reunión en el sótano a las cuatro de la tarde. Importante asunto a tratar". No faltó nadie y se pusieron también manos a la obra, avisando a Perdigués para que tuviera preparado un hatillo, que se iba al campo de vacaciones pagadas durante unos días. Qué decir tiene que encontró mil y una excusas para no ir. En realidad, lo que tenía era algo de miedo ante la reacción del gato.
Me puse muy digna y mirándole a los ojillos le dije muy seria, con voz urgente:

—Aquí ya no tienes nada que hacer. En el campo vas a ser la mar de feliz. Te envío con una familia muy buena, que te acogerá como a un hermano. Ahí vas a ser feliz. A ti no te va esto de servir a nadie y menos a un estúpido gato como ese papanatas. Nadie tiene derecho a mandarte nada y tú no tienes obligación de obedecer. Además, no te paga y no tiene ningún detalle contigo, así que, amigo mío, coge el montante y para el campo.
—Pero, ¿¡Cómo voy a ir?!
—Que ¿cómo? Muy fácil. Un pasito primero y otro después. Y patita a patita, te vas en el coche de san Fernando. Cuando llegues a la estación de autobuses, te subes a uno y cuando veas la parada de Sol de Amanecer, te bajas. Ahí te estará esperando una prima mía que te acompañará hasta la casa. Cuando llegues ahí, entregas la carta que te he dado. Y no vuelvas a no ser que ese pazguato de Jeremías se haya largado.

Una palmadita en la espalda y arreando. Así que seguí con mis planes mientras él se tomaba en serio mis indicaciones. Reuní a un grupo de roedores, de esos que tienen ideas tan buenas como las mías. No os quepa duda de que se sumaron a mis intenciones. Lo preparamos todo y aguardamos a que le venciera el sueño a Jeremías. Cuando él duerme, los de alrededor desearían poder hacerlo. Os preguntaréis si ronca. ¡¡¡Noooooooo!!! Es como un... bueno, ya os lo podéis imaginar. Tiemblan hasta los cimientos. No entraré en detalles de todo lo que hicimos pero sí os mostraré el resultado.

Ilustración de Lucie Dumas

Sí, vale. No está bien reírse de nadie  —nosotros  nos hemos  reído con— y que la venganza no es una solución pero cuando alguien no te quiere escuchar, se pasa de listo, se aprovecha de los demás, y encima es un desagradecido, yo creo que echarse cuatro risas no está mal. Y si no estáis de acuerdo, al menos tomarse las cosas con humor, ¿no os parece?

Perdigués todavía anda riéndose y está pensando en regresar a la ciudad. Jeremías le escribió una carta disculpándose. Hasta le mandó un presente. Y no era uno de esos que tenía en casa de los regalos que le habían hecho y no le habían gustado. Además, le envió un cheque con una cantidad de dinero suficiente para compensar todos los días de trabajo del joven ratón.
Hoy en día, bueno, no somos grandes amigos, pero cada vez que abre el armario ropero y ve la fotografía, piensa en lo ocurrido, respira hondo y decide ser un poco más honesto, más justo, más amigable... Mejor gato.

Ilustración de Anna Nenasheva


22 de enero de 2020

El deseo de Erina


Imagen de la red

Erase que se era un lugar donde los deseos del corazón llegaban a cumplirse igual para grandes que chicos, para personas que para animalillos o plantas porque los animales y las plantas también tienen alma. En ese mágico mundo del que nadie sabía el nombre pero todos conocían su existencia, habitaba un ser llamado Dulanae que se dejaba ver tras el viento y solo en una única ocasión en la vida de cada criatura. Ella tenía la voz de un susurro que no se escuchaba a través de los oídos y su sonrisa era tan amplia como un amanecer. En sus manos existía el mismo don que en su corazón, el de hacer cumplir aquellos deseos que con tanto ahínco se anhelaban. Pero no todos. Solo aquellos que se pedían desde lo más profundo del corazón y que por ser deseados y cumplidos no implicaran mal alguno a nadie.

Obra de Alla Tsank

Desde lo profundo del bosque, cerca de unos pedregales por donde discurría un pequeño riachuelo, donde el sol llega a templarlo y se podía resguardar junto a los suyos, ahí donde abundaban las frutas salvajes que más le gustaban, vivía Erina. Una graciosa eriza de pequeñas orerijas, tiesas y redonditas de color sonrosado como sus patitas y manitas, y un hocico que parecía una trufita de color chocolate que movía en una simpática mueca. Era un poco presumida, todo hay que decirlo, pues le gustaba que su corona de púas estuviera siempre resplandeciente como los rayos de luna llena.

Un día, mientras paseaba bajo el sol tardío, se quedó observando detenidamente un margen del camino cercano a su casa donde había un buen puñado de dientes de león. Los había contemplado cientos de veces pero nunca se había parado a pensar en lo que en ese momento le rondó la mente. Había visto las flores amarillas y que cuando estás morían nacía esa bolita blanca repleta de semillas que aprovechaban cualquier movimiento para desprenderse y volar.

«Son como yo pero en blandito», se había dicho, observando cómo volaban bajo aquel cielo sonrosado. «¿Por qué no puedo volar como ellas? Debería preguntárselo a Dulanae, la Señora del Destino». 

Tendría que acercarse hasta aquella parte del bosque donde Dulanae tenía su casa. Estaba un poco lejos. Le constaría porque con sus cortitas patas el camino se hacía más largo. Así que se preparó para el viaje. Se aseguró de dejar bien cerrada su casa y de avisar a su vecino para que se quedara al tanto de ella. Lista, respiró profundamente y emprendió el paseo justo al alba.

Imagen de la red

Siguió el cauce del río. Disfrutó de su sonido, del colorido de la Naturaleza y del canto de los pájaros. Se detuvo unas cuantas veces para refrescarse y repasar el mapa que le había dibujado el patriarca del poblado. Iba bien. Un poco más y llegaría. Estaba impaciente.

Imagen de la red

Debía pasar el cruce de las Grandes Setas Rojas para llegar al Pozo de los Deseos, junto al lago de Los Espejos. Buscar el plantero de las amapolas y evocar en voz alta al Espíritu del Pozo para que recogiera su primer deseo: Ver al hada.

«Gran Espíritu del Pozo, soy una humilde caminante que viene en busca del hada Dulanae. Le traigo mi corazón y un deseo. Te pido llanamente intercedas por mí para que sea recibida», pronunció viendo su propio reflejo en el agua del lago. Y al otro lado, el Pozo. 

Imagen de la red

Aguardó unos instantes, que le parecieron una eternidad, hasta que del pozo salió una especie de niebla, tras la que atisbó a un ser pequeñito, mucho más que ella, vestido con unos ropajes del color de las hojas del estío que se confundían con las hierbas, con unos pelos alborotados y del mismísimo rojo de las amapolas. Unos ojos grandes, redondos, llenos de luz marina y unas orejitas puntiagudas. La miró con atención y casi como si se sorprendiera de verla ahí. O como si él hubiera sido sorprendido. Erina se sintió azorada.

Ilustración digital del artista Hall Hsu

—¿Eres tú el Espíritu del Pozo?
—Soy yo, sí. ¿Quién pregunta por mí?
—Soy Erina.Vengo desde el otro lado del bosque y más allá del lago para pedir audiencia con el hada Dulanae.
—¿Tienes un deseo?
—Sí, y deseo que se cumpla con todo mi corazón.
—Te escucharé y lo trasladaré a mi Señora. 
—¿No se lo puedo contar a ella? Pensé que podría hablar con ella —dijo un poco contrariada.
—Mi Señora solo ve a quién desea ver. Yo le hago llegar tu deseo y ella verá si puede o no otorgártelo. No puedo perder mucho tiempo así que me lo cuentas ahora o me marcho. —Erina se compungió un poco. Bajó la mirada. Respiró triste y levantó el rostro.
—Está bien pero yo quiero verla.
—Te estoy diciendo que no puedes verla. Solo ella decide quién puede verla y cuándo. No me hagas perder el tiempo. Cuéntame tu deseo y márchate. Tengo mucho trabajo.
—Tienes muy mal humor. ¿Por qué estás enfadado?
—No estoy enfadado. Soy así. Te repito que tengo trabajo. Si no me lo cuentas ya, te quedarás sin un deseo que se puede cumplir.
—De acuerdo...

Y procedió a contarle que había prestado atención a las bolas blancas de los dientes de león y cómo volaban hacia el cielo. Ella, que se parecía a una de ellas, quería que sus púas se volvieran más suaves y ligeras para poder volar como ellas y ver su mundo desde lo alto. Saber qué se sentía al volar como los pájaros y hasta dónde podía hacerlo.

El duende de mal genio frunció el ceño y torció el morro. Se rascó su rojizo cabello y siguió guardando silencio.

—Osea, tú quieres volar.
—Sí —dijo con alegría.
—Muy bien. Le haré llegar tu deseo a Mi Señora.
—¿Y puede tardar mucho en cumplirse?
—El tiempo que ella considere preciso —respondió tan secamente que a Erina se le atragantó la saliva. No podía comprender aquel mal humor del duende pero, pensó, que igual era porque había demasiados deseos y tenía exceso de trabajo.
—Ahora debes irte para que otros puedan acercarse.
—No me he cruzado con nadie en el camino...
—¡Es igual!, debes irte.
—Muchas gracias por atenderme, señor Espíritu del Pozo. —Apenas había terminado de pronunciar el nombre del duende que este ya había desaparecido de su vista. —Adiós.

Erina se dio la vuelta y desanduvo sus pasos. Dejó atrás el lago de Los Espejos, el Pozo de los Deseos y el cruce de las Grandes Setas Rojas para retomar de nuevo el sendero que seguía el cauce del río. De pronto, cuando pasó el pequeño puente de Roca Viva notó que su cuerpo era como más ligero, algo raro porque llevaba ya medio día andando y estaba muy cansada por lo que sus pasos deberían ser más pesados. Pensó que era el viento que soplaba a su favor pero en un momento no pudo controlar sus piernas. Se asustó tanto que quiso correr mas no pudo porque sus pies ya no tocaban el suelo. El puente quedaba atrás. Estaba volando. Sí, volaba. Sus púas ya no eran punzantes. Parecían plumas muy suaves. Plumón como el de los dientes de león. No sabía si llorar o si reír. Hizo las dos cosas mientras veía su reflejo en la superficie del agua del río.

«¡Puedo volar!, ¡estoy volando!»

Fotografía de Elena Eremina

Y ahí, al fondo, sobre un lecho de dientes de león, como si fuera una..., !sí!, ¡un hada! ¡Era! ¡Era un hada! ¡La Señora que hacía cumplir los sueños!  ¡Era ella! No solo le había concedido el deseo de poder volar sino que también le había otorgado el privilegio de verla. Era bellísima. Con un rostro dulce y una mirada tierna. Con un vestido que parecía un campo de trigo en verano. Y le sonreía. Le sonreía a ella.

Y Erina subía y subía. Abajo quedaba el riachuelo. Luego el bosque se fue empequeñeciendo. Las nubes quedaron a sus pies. «¿Por qué estoy volando tan alto?», se preguntó un poco desconcertada. Sin embargo, pese a la gran altura que la separaba del suelo, no tenía miedo. Se sentía feliz. Al girar la cara hacia su derecha, vio a Dulanae mucho más cerca. Y tomándola de la mano, le dijo:

 —No te preocupes, Erina. Sé que no tienes miedo. ¡Sonríe, Erina! Porque a donde te llevo reina la felicidad y el tiempo no existe. Allí vas a poder volar siempre porque tu alma tiene alas.

Y siguieron subiendo. Más mucho más... hasta que el cielo y ellas fueron solo uno.

"Soaring Dreams I" /Alla Tsank

13 de enero de 2020

Ajilimójili

¡No me digáis que no tiene su punto esta palabra!
 ¡Ajili-Mójili, ajili Mojili, ajilimójili, ajilimoje! Cualquier versión me sirve. Son todas muy molonas.
La primera vez que apareció esta palabra fue en 1727 y recogida en el diccionario de Terreros y Pando 60 años más tarde. Con la variante ajilmoje aparece mucho antes, allá por 1646.

Ya no entremos en el significado, que debe ser algo similar a picada o salsa de ajo ya que está formada por "ajo" y "moje" que es salsa o pebre que ablanda el alimento y que se usaba para darle gusto a las comidas, o en el uso que podemos hacer de esta palabra para decir que "no falte de nada incluso lo que no haga falta". Cabe decir que al añadirle la terminación -ilis, del latín de los grimorios, encantamientos, ensalmos y oraciones latinas que eran más bien incomprensibles al vulgo y que utilizaban para referirse a cualquier mejunje o unto, se le otorga un enfoque más bien burlesco o despectivo. Vamos, que cualquier cosa vale, lo que no mata, engorda.

Aquellos que seáis de Jaén o de por ahí o, simplemente, os guste el salserío, sabréis que es una salsa vinagreta típica de la zona y muy sabrosa para acompañar carnes o pescados , dándole un toque de parrilla al plato.
Pero aparte de eso, ¿nos os parece una palabra mágica tipo ‘Abracadabra‘?

Os dejo una de sus variantes por si os animáis.

Ingredientes
3 dl de vinagre de sidra.
9 dl de aceite de girasol.
100 g de dientes de ajo pelados, sin el grillón.
Una pizca de sal.

Preparación
Pasar todos los ingredientes por la batidora y el producto resultante se puede guardar en la nevera por días.
Antes de servir el pescado o la carne asados, agitado bien y fuerte el producto para que emulsione en la botella, se le echa un buen chorretón por encima y listo para comer.

Del recetario Les diners de Gala de Salvador Dalí. 1973

5 de enero de 2020

La noche mágica


"Pequeña ratita de biblioteca" de Petra Brown

Había una vez una anciana, doña Ratona, a la que todos llamaban Abuelita. No era presumida pero vestía a la moda y siempre iba muy elegante. Le gustaba el azul y los volantes, y llevaba zapatos de tacón. Recogía su pelo en un moño suelto que se sujetaba a la nuca y lo adornaba siempre con tocados de flores y encajes.
No se sabía qué edad tenía pero sí era muy mayor pues sus cabellos blancos así lo decían y aquellos pasos lentos que daba apoyada en un hermoso bastón encabezado por la figura de un león de plata.

Tenía una gran afición y se veía en su impresionante biblioteca con miles y miles de libros de todos los colores, en cientos de idiomas antiguos, más modernos... Mágicos todos ellos. Leía y leía hasta dejarse el hocico en las letras por eso sabía mil y una historias que contar a los niños que se acercaban a su casa las tardes de los domingos. Preparaba tortas y chocolate. Merendaban y luego disfrutaban todos de aquellas hermosas historias que ella sabía de memoria pero le gustaba mostrar los libros para que los niños sintieran todavía más curiosidad. Incluso a veces cambiaba algo de esas historias para saber si estaban atentos.
Ella se sentaba en un maravilloso sillón de tela floreada y apoyaba los pies en un escabel a juego. Tomaba el libro entre sus manos y observaba con una sonrisa a los niños que se sentaban en el suelo, alrededor de ella, sobre aquella mullida alfombra. Le gustaba observar aquellas miradas vivas, curiosas, brillantes e impacientes y, también, llenas de ingenuidad e ilusión, de esperanza.

—¿Qué historia nos vas a contar hoy, Abuelita? —preguntó Bastián mostrando una especial impaciencia.
—Hoy os contaré una maravillosa historia, llena de magia y fantasía —respondió, y los niños aplaudieron al tiempo que sonreían felices. —Escuchad con atención, niños: Esta historia ocurrió hace cientos de años  en un lugar no muy lejos de aquí donde reinaba una gran señora a la que todos admiraban y alababan pues era muy bondadosa y miraba mucho por su pueblo. Desde entonces, no ha dejado de suceder en cualquier parte del mundo. Se llamaba Baleria. Pero, extrañamente, había una noche al año que ella no era vista por ningún lado. No estaba en sus aposentos, ni en la biblioteca, ni en los jardines... Solo había dos personas más en todo el reino que corrían la misma suerte. Se trataba de Izarak, un joven del pueblo que cuidaba de las ovejas y las cabras, y Serenetebi, una jovencita de piel canela que cantaba las más lindas canciones que nadie pudiera haber escuchado jamás, con su voz tan dulce y especial.

Obra de Josephine Wall

    «Cuando empezaba a caer el día y el sol comenzaba a adormecerse, una especie de niebla cálida iba cubriendo el reino, provocando una sensación de sueño en todos sus habitantes. Baleria, Izarak y Serenetebi sabían que esa noche en la que las estrellas brillaban más que nunca y los pájaros nocturnos cantaban más alto, más alegres, caerían en un profundo y mágico sueño...

—¿Qué soñaban, Abuelita?
—Shh... —siseó llevándose el dedo índice a los labios. Paulina se encogió de hombros, sonrío y guardó silencio para seguir escuchando la historia.
—Veréis, lo más curioso es que ellos creían que dormían y soñaban pero en realidad estaban tocados por la magia. Aquella niebla no era otra cosa que magia, auténtica magia, de la buena, que la Madre Sabia había decidido otorgarles para que aquella noche la gente del reino pudiera ver compensados todos los buenos actos que habían llevado a cabo el resto del año...  Los tres eran encargados de una especial labor, la de dejar la piedra roja del Pensar.
—¿Y las personas malas? —interrumpió Baldeska.
—Aquellas otras personas que no habían obrado bien, que habían hecho algún daño u ofendido a alguien, que no habían contribuido con su trabajo al bienestar de todos y no trataban con respeto a los animales tanto del bosque como a los de sus casas así como a sus vecinos; todas ellas sabían que recibirían un presente diferente. Una pequeña piedra roja. Un regalo que les haría pensar y les ayudaría a actuar de otra forma a fin de que pudieran rectificar sus comportamientos. ¿Vosotros habéis sido buenos? ¿Bastian? ¿Baldeska? ¿Paulina? ¿Sarai? ¿Juanka? ¿Pericote? —Todos afirmaron contentos pero Pericote se quedó callado. Bajó la mirada y jugo con sus manos nervioso. Doña Ratona le miró con ternura y con un gesto, le indicó que se acercará hasta ella—. ¿Crees que no has sido bueno o que podrías haber sido más bueno?
—No lo sé.
—No hay ningún niño malo, Pericote. Todos tenéis flores en el corazón y un alma pura. Solo que algunos sois más traviesos que otros, más inquietos, y muchas veces los mayores os confunden y esperan de vosotros más de lo que sois capaces de comprender. No os dejan ser niños. Tú no eres malo ni te has portado mal. Solo has hecho las cosas de otro modo. Sí, algo diferente y protestando pero lo importante es la nobleza de tu corazón, el respeto con el que tratas a tus mayores y a los otros niños. ¿Te acuerdas cuando este verano cogiste aquel pajarito que había caído de su nido? ¿Quién lo estuvo cuidando, niños?
—¡Él!
—¡Pericote!
—Y se salvó. Lo estuviste alimentando y dando calor hasta que aprendió a volar y dejaste que se fuera con los suyos. Eso es una buena acción. No lo hizo nadie más. Solo tú. —Pericote sonrío y en sus ojos hubo un atisbo de lágrimas. Doña Ratona lo arropó contra su pecho y besó su cabeza. Con una mano llamó a los otros niños que se acercaron a ellos para rodearnos. —Esta noche es esa noche mágica en la que todos recibimos un hermoso regalo: La dicha de poder ser felices, de ser queridos, de tener la capacidad de ayudar a los demás y de mostrarles cuán importantes son para nosotros. Nuestro mejor regalo es la vida. Vivir. No lo olvidéis, niños.
     «Por eso, aquella noche, todos debían dejar sus cajitas, bien de madera, de latón, de barro... en la ventana y mientras dormían se producía la magia. A la mañana siguiente, cuando fueran a abrirlas, aunque parecían estar vacías no era así. Estaban llenas de cosas maravillosas que no se pueden ver con el corazón pero sí sentir desde él: Amor, Amistad, Solidaridad, Alegría...
     «Si en vuestra cajita creéis que no hay nada, mirad por la ventana, más allá de donde vuestros ojos alcancen... y hallaréis el mejor de los regalos. Es por ello, Pericote, niños, que las cajitas que pensamos vacías son las mejores. Significa que todo ha ido bien.

"La bailarina" / 1928 / Joan Miró

Y por eso es que esta mágica noche las estrellas brillan tanto y los niños sonríen más que nunca. Porque sus cajas nunca están vacías. Al menos, eso dice la historia que cuenta doña Ratona.

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De mis viajes en caracola...