Caminaba sola, como tantas veces, por la vereda vieja del carrascal. El polvo hablaba en sus botas, y el viento —amigo de otros tiempos— le traía canciones que ya no recordaba. El cielo, gastado de azul y de pájaros, parecía mirarla sin prisa. Cuatro cabras, media docena de ovejas. La seguían como la habían seguido siempre: pausadamente, con el deleite de saberse seguras, en terrero y en estima.
Fue entonces cuando lo vio: en mitad del sendero, un espejo. No tenía marco, ni cristal, ni cuerpo que lo sostuviera. Solo reflejo.
Se acercó con la calma de quien ha visto cosas imposibles en sueños, y se asomó. No era su rostro el que aparecía, sino el de una niña de ojos de almendra y capa de estrellas. Una niña que sonreía con la dulzura intacta de lo que no ha sido roto.
Alzó la mano, y la niña hizo lo mismo.
Pero aquel gesto no fue reflejo: fue saludo.
Siguió andando. El espejo, como la infancia, se disolvió en el aire. Solo quedó un susurro entre las ramas de los olivos: «Aún puedes soñar».
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Campesina con cabra / 1881 / Camille Pisarro |
me ha encantado el inicio de la historia, el ritmo, las metáforas, muy bonitas... dejamos atrás la infancia, qué remedio, pero eso no significa una rendición incondicional.
ResponderEliminarCuanto echaba de menos estos cuentos tan mágicos .
ResponderEliminarGracias, por dejarnos esta vereda de espejos. Un besazo.
Una delicia de relato..
ResponderEliminarTan cercano a nosotras, que solemos olvidar a aquella niña que tuvo toda la inocencia en su mirada.
Precioso.
Beso enorme Maga!
Y qué necesario es poder soñar. Un placer siempre leerte.
ResponderEliminarBeso dulce Mi Estimada Magda y dulce semana.
Se extrañaban tus cuentos, la magia que ellos encierran, ha sido un placer leerte.
ResponderEliminarUn abrazo grande.
PATRICIA F.