24 de julio de 2016

Bardow y el misterio de la isla azul

Navegaba y navegaba y de tanto en tanto llegaba a puerto. En su destino, un gran tesoro mas no tenía ni mapa ni idea de cómo hallarlo.
Bardow se hacía llamar el pirata que ni pata de palo ni garfio tenía, ni al hombro lorito ni mono llevaba. Y tampoco tenía un parche en un ojo. Eso sí, le gustaba el oro y lleno de alhajas iba: Un aro en la nariz, un anillo en cada dedo de sus manos y un gran medallón pendiendo de su cuello. Y en su sombrero de pirata, una calavera tejida con hilos de oro. Y es que en sus tiempos había sido corsario.

Los siete mares y algunos más había navegado. Cientos de barcos asaltados. Una bodega llena de tesoros: Joyas, vajillas y todo lo que jamás hubiera imaginado. Cada vez su barco pesaba más y navegaba más lento así que decidió emprender rumbo hacia una de sus islas, una de esas perdidas que él solo conocía y que usaba a modo de caja de seguridad, de almacén.

En medio de la travesía, su vigía dio avisó:

-¡Tierra a la vista!

Aquello extrañó a Bardow. Ahí no podía haber nada. Faltaban algunas millas para avistar tierra. Pero ahí estaba aquella isla. No era demasiado grande pero sí muy particular: Arena del color de las nubes en un día de lluvia y acantilados de mil colores, árboles y palmeras de tonos azules... o de un verde que nunca había visto antes.

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Estaba bordeada por una serie de zonas de coral que formaban una especie de defensa natural. Arduo, bajó hasta su camarote y buscó en los mapas que tenía de la zona. No estaba. Esa isla no existía. Un golpe seco le hizo apoyarse en la mesa al tiempo que muchos artilugios iban al suelo.

-¡Maldita sea!

Subió a cubierta donde el timonel maldecía su suerte. El barco había varado y, además, la noche había caído sin aviso. La tripulación estaba nerviosa y se movía bajo el temor de alguna especie de maleficio. Bardow tomó el mando con decisión. No era la primera vez que desencallaba su nave.

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Aguardaron hasta el amanecer . Unos cuantos hombres, repartidos en dos botes, se aproximaron a tierra. Conforme se acercaban, Bardow sentía algo en su interior, una especie de inquietud que le recordaba a los perturbadores sueños que le habían acosado durante aquellas escasas horas de sueño.

Tras unas horas explorando el terreno, subiendo la montaña que moría sobre el mar por su cara norte, pensó que era un buen lugar para guardar sus tesoros pero antes debería asegurarse de unas cosas más: ¿Por qué esa isla estaba ahí? ¿Qué misterio tenía? Además, debía actuar solo. La misión era delicada y de mucha estrategia. Podría decirse que algo muy secreto.

Al día siguiente, tras una larga noche donde los sueños no lo habían dejado descansar emitiendo mensajes, se dio cuenta de que toda su tripulación dormía y el mar estaba en una tremenda calma, como en su sueño y sobre el horizonte se oteaba aquella bruma que, como un rodillo, se iba acercando hasta cubrirlo todo.
Bardow estaba sorprendido y, para un hombre curtido como él, el miedo le acuciaba. Sus fuerzas se vieron envalentonadas, como si no fuera él. En un tiempo que no pudo concretar las bodegas de su galeón estaban vacías. 

Cansado, se quedó dormido bajo uno de aquellos árboles azules de frutos rojos. O eso creyó. A su alrededor una extraña calma y, caminando por su derecha, se acercaba una mujer de larga cabellera ondulada, pies desnudos y larga túnica azul envolviendo su cuerpo. No dejó de observarla hasta que ella se situó frente a él. Había en ella algo que no había visto antes en otra mujer. Era como si pudiera ver más allá de su piel.



- ¿Quién eres?
- Tu historia...
- ¿Mi historia?
- Piensa...

Y pensó...
Y pensó...
Y en un momento dado se dio cuenta del parecido que aquella mujer tenía con el mascarón de proa que había en su camarote desde hacía tanto tiempo que ya formaba parte de él; en las veces que había imaginado la realidad de aquella figura a la que había llamado Clepsidra; en las ocasiones en las que se había encomendado a ella como si de una diosa se tratara; en las noches de soledad en la que se sentía acompañado y de la paz que le transmitía cuando más perdido se hallaba. 
Le dedicaba sus sueños, le confesaba sus secretos, la cubría de las mejores sedas y joyas... Le daba una vida que él deseaba compartir.

Escultura de Jorge Andrés Escobar Calderón

Se había prometido que si un día hallaba una mujer así, renegaría de todo tesoro material y dedicaría su vida a hacerla feliz.

- ¿Cómo te llamas? -le preguntó.
- Clepsidra.

Y se había enamorado del Tiempo, del Mar..., de la Mujer..., del misterio de la isla azul.


Puedes leer una versión diferente que ha hecho el Ratón dando un golpe de timón.

4 comentarios:

  1. Qamar, un reloj de agua convertido en mujer puede dar para muchos cuentos.

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  2. Una historia distinta de piratas. Aquí predomina una ternura y un amor por sentir. Los piratas... Como todo ser humano... También tenían un latido para el amor.
    Me ha gustado mucho como la has ido relatando, detallando hasta el punto de tener delante a ese pirata y su isla.
    Eres Grande, Mag.

    Mil besitos, preciosa.

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  3. Un tesoro distinto, un tesoro con nombre de mujer, y es que las mujeres provocan esos embrujos.

    Beso dulce y dulce semana Magda.

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  4. Hay tesoros que no son materiales y parece que ese fue el que encontró ese atípico pirata sin pata, ni loro, ni parche ni mono. :)

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