23 de abril de 2022

Ratón y la magia de los libros

La casa de Ratón no era muy grande pero, bajo un techo pintado de azul, tenía un precioso rincón presidido por un sillón orejero hecho con remates de ganchillo junto con un escabel mullidito para apoyar las patitas. En las paredes, no colocados de cualquier manera, cientos de diminutos libros que cabrían en la palma de la mano de un humano, de un humano de manos grandes. Tenía uno tan grandote que había necesitado ayuda para llevarlo hasta ahí. No cabía por la puerta y tuvieron que hacer una entrada más grande. Ahora lo tenía ahí tumbado, siempre abierto, porque la portada pesaba demasiado para él. No entendía lo que había escrito pero tenía unas maravillosas ilustraciones que, con la luz de las luciérnagas que entraban por la ventana en las calurosas noches de verano, lo hacían mágico. Ni qué decir con los rayos de luna.

Chris Dunn

Desde pequeñito, su abuelo y, luego, su mamá le habían leído mil y una historias e inculcado en él la afición por la lectura. Los libros le habían permitido viajar por todo el mundo, surcar el espacio y  las profundidades del mar; saber del conocimiento humano y descubrir qué tanto se abría ante sus ojos y se ponía al alcance de sus manitas. A veces se había puesto triste e, incluso, había llorado. Otras, las lágrimas eran de felicidad y de risa. Gracias a los libros su mente era un pozo sin fondo. Su imaginación, inmensa y su alma, creativa. 
Los libros le permitían saber más de música, más de buenas recetas de pasteles, más de trucos de magia e ilusionismo. Había descubierto que para los humanos la luna era blanca y redonda, para él, era inmensa, dulce, bonita y tenía un nombre precioso: Qamar, que le iluminaba los sueños cada noche. También le había regañado en alguna que otra ocasión porque perdía la noción del tiempo, robándole imperio al sueño siendo Elio, el sol sin hache, quien lo descubría todavía despierto.

Chris Dunn

Ratón soñaba despierto. Volaba junto a los pájaros y aterrizaba en el agua tanto mejor que los cisnes. Corría sin cansarse y ascendía las montañas más altas. Montaba un dragón enorme con poderosas alas azules que escupía, unas veces fuego; otras, humo. Descubría planetas infinitos y atravesaba bosques mágicos llenos de seres todavía más mágicos, más incluso que aquellos que vivían en el Bosque Imaginado. Visitaba las ciudades más bonitas del mundo y se le desvelaban los secretos que escondían. Se perdía, ajeno al tiempo, en los misterios de antiguas civilizaciones. En ocasiones, solo. Otras, al lado de Garrampas o de algún ser imaginario que se dibujaba de entre los espacios en blanco de esos libros.
Imaginaba ser un explorador que descubría tesoros increíbles sin llenarse de arena los zapatos y sin quemarse por el sol. Aprendía que te quiero se puede decir de mil formas y escribir de otras tantas. Sabía de leyendas porque los libros se las contaban al oído, y que existían monstruos feos que alguna vez se colaban en sus sueños, pero también paseaba por los pasillos de grandes y pequeños museos para quedarse embelesado con el arte de grandes maestros y de magníficas maestras. Podía tocar, casi con los dedos de la mano, los inventos de de Da Vinci y sumergirse en el infierno de Dante. Caminar los kilómetros de la Muralla china y subir al rascacielos más alto de Nueva York. Memorizaba hechizos que nunca le funcionaban porque él no era un brujito ni un mago de esos. Al libro mágico del mago Ratuno le tenía mucho respeto porque la última vez lo estampó contra la pared y se llevó un buen susto. Aprendía palabras nuevas que olvidaba al instante, y a cada página de esos libros, que asomaban sus lomos en los estantes o se amontonaban en el suelo, era más libre, más listo, más inteligente, más sabio... y, sobre todo, más feliz.
Amaba los libros. Los devoraba como bolitas de queso y nunca se sentía lleno. Siempre deseaba más, tal vez por eso sus amigos sabían que el mejor regalo era un libro.

Por la mañana había acudido a la feria. Se juntaba todo: la primavera, un radiante Elío, ganas de disfrutar y reunirse con los vecinos y amigos. Además, era el día del libro. En la costanilla de Las luces —el callejón de El saco para los vecinos humanos— se instalaban los diferentes tenderetes. Se vendían libros de todos los temas. Libros antiguos y modernos. Libros viejos y nuevos... Libros para ratones, para gatos, para pájaros... hasta para humanos. Libros igual de pequeños que los de él, metidos en la cáscara de una nuez o en la cabeza de una cerilla, pero otros eran muy robustos. No podía romper otra vez la pared. De momento se conformaba con el libro humano al que el viento, juguetón, le enredaba las hojas.


El té ya estaba frío y  Ratón seguía acomodado en su sillón, dejando que la luz del atardecer —pronto llegaría Qamar para darle las buenas noches— se fuera colando por la claraboya. Estaba tan enfrascado en la historia que había olvidado su intención de dejar la lectura para otro momento. Había llegado al final del cuarto capítulo de aquella historia del libro comprado por la mañana. —¡Diez semillas de calabaza azul le había costado! Diez porque esas no eran mágicas pero sacaban unas calabazas preciosas que eran la envidia de todo el mundo.
Suspiró profundo y pasó página. Estaba extasiado y exhausto. A aquel guerrero, cuyo amigo fiel era un cuervo más negro que el vantablack, no le daban cuartel... ¡Y el libro era gordísimo!... Cuando vio los primeros rayos de Qamar acariciar las páginas del libro, se apuró. Ya habría tiempo para seguir leyendo. Se tomaría el té, frío, charlaría un ratito con Qamar y a la cama, a dormir y soñar bonito.

¡¡Feliz día del libro, mi querida familia!!

Si deseáis guardarlo en un rinconcito de vuestros blogs,
está hecho con todo el cariño del mundo y, para mí, será un halago.
Muchísimas gracias por acompañarme en este viaje.


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