Estos días de Navidad son un poco complicados para Ratón, pues se le juntan y se le revuelven sentimientos. Atrás dejó su tierra, sus raíces y a la poca familia que le quedaba después de aquel crudo invierno en el que el emperador Cortode Patas —y también de entendederas— fue derrocado por fuerzas rebeldes, dicen que, además, invisibles. El pueblo se sumió en una cruel y larga guerra que se vio encrudecida por el terrible frío, la falta de suministros y de comida. Fue un tiempo muy duro del que Ratón pudo escapar gracias al bando resistente. Fue un largo camino de exilio.
Pero llegó aquí, a este lugar mágico, no exento de peligros y vicisitudes adversas, pero lleno de buena gente, de amigos incondicionales que lo acogieron y se convirtieron en su nueva familia. Y cuando conoció a su lunita Qamar, el Universo se rindió ante él. Con ella conoció un sentimiento al que seguía sin poder poner nombre, mas le completaba e inundaba de algo indescriptible que le producía una inmensa felicidad.
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Ella es magia, y por ella, el mundo también lo es.
Aquella noche, mágica como ninguna, las estrellas brillaban con una intensidad inenarrable y bailaban de una extraordinaria forma parpadeante. Qamar se había puesto sus velos más zarcos, bañados de plata que la hacían deslumbrante. Ratón sabía que algo increíble sucedería esa misma noche y que todo el Universo Azul estaba ahí como un gran escenario donde todo iba a desarrollarse.
Sabía que Qamar había empezado la Lumbría estelar. Era algo más que un conjuro, algo más que palabras; representaba el alma pura de la noche de Reyes, una danza de luces que llevaba consigo la esencia pura de la esperanza y la alegría.
La luna, con su sabiduría y encanto, iba a enseñar a Ratón el arte de invocarla. Juntos, en las primeras sombras del atardecer, atravesarían el Bosque Imaginado, con sus altos árboles y sus inmensas praderas verdes, con sus lagos cristalinos y sus seres encantados, y, bajo el vasto manto nocturno salpicado de infinitas estrellas, comenzarían su ritual.
El aire vibraba con una energía especial, como si la naturaleza misma estuviera aguardándolos expectante. Qamar, con su mirada resplandeciente y voz serena, tomó con ternura la mano de Ratón.
—Este conjuro —susurró— no solo convoca la magia de las estrellas, también despierta la fuerza de los corazones puros.
Atravesaron el Bosque Imaginado. Aquellos árboles tan altos inclinaban sus frondosas copas en reverencia a la magia de Qamar, los riachuelos salpicaban sus aguas con alegría y los senderos se tornaban azules al paso de la luna y su maravilloso amigo. Los susurros de los seres mágicos del bosque se convirtieron en una melodía invisible solo rota por el sonido sereno de los pasos de Ratón.
En el centro de aquel decorado, junto a la laguna cuyas aguas se mecían mansas al arrullo de la bóveda celeste, Qamar compartió con Ratón los secretos de la lumbría estelar. Susurros suaves, gestos gráciles, silencios profundos y una complicidad única entre ambos dieron inicio al ritual. Las estrellas, como si anticiparan el encantamiento, centellearon con más intensidad. Una cálida luz, en la que se fundían todos los colores del Universo, comenzó a esparcirse por todos los rincones. Era el poder de la lumbría, una manifestación de amor y magia que traía consigo regalos de felicidad e ilusión para todos.
Ratón sabía en su corazón que, gracias a Qamar y su conexión especial con el Universo, cada estrella brillaba con un propósito: llevar alegría a los corazones necesitados.
El conjuro había sido invocado, y su efecto se extendió por toda la tierra, iluminando los caminos y llenando los corazones con la promesa de un futuro un poquito mejor.
Fue entonces cuando, en el punto más álgido del conjuro, envueltos en una bruma resplandeciente, se manifestaron tres espectros luminosos, tres figuras que irradiaban una luz todavía más inmensa, coronados de gloria y bondad.
—Nuestra adorada Qamar, bienaventurada seas —resonó la voz del primero, enfundado en una hermosa vestimenta púrpura. En su rostro, el devenir blanco del tiempo.—. Querido Ratón —y se hizo un pequeño silencio—, somos los mensajeros de la noche de Reyes y portamos dones para ti.
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Qamar se retiró un poquito, dejando que los sabios, con sus túnicas que brillaban con el fulgor de mil constelaciones y unas amables sonrisas dibujadas en sus bocas, se acercaran a Ratón que, como un niño, los contemplaba sorprendido, absorto, maravillado con todo lo que su alma estaba percibiendo, con todo aquello que su corazón latía, y con todo aquello que sus ojos alcanzaban a ver.
—Estos dones —expresó el segundo, cuya melena y barba relucían como el cobre—, representan el coraje, la sabiduría y el amor que posees en tu corazón.
Ratón, emocionado y con los ojos llenos de tanta gratitud como lágrimas, recibió los regalos. De la mano de Melchor, un libro ancestral que contenía historias de esperanza; de las de Gaspar, una varita luminosa que resonaba con el poder de unir sentimientos de corazón, y de las mágicas manos de Baltasar, un pequeño objeto que representaba la conexión y la bondad pura del corazón de Ratón. Era un relicario con un pequeño espejo mágico que, cuando el ratoncillo mirara en él, no solo reflejaría su imagen, sino también sus momentos más bellos, sus acciones de bondad y amor que le recordarían la fuerza de su corazón y la luz de su alma.
—Querido Ratón —intervino Baltasar, cuyos sayos reflejaban el azul y plata de Qamar y su piel, el rubor de la luna nueva. Su rostro revelaba el secreto de la eterna juventud y su voz era cercana y suave, no sin una respetuosa profundidad—, no olvides jamás que la bondad que hay en ti multiplica el amor que das. —Y sonrió ante el profundo suspiro de emoción que exhaló Ratón.
Los tres sabios, antes de despedirse, dedicaron unas palabras a la luna que, plena de luz y de gozo, guardaba silencio en tanto sus rayos se fundían con la bruma.
—Vuestra luz ilumina nuestros corazones, noble y amada Qamar —habló Melchor.
—Guardiana de bondad, amor y justicia, vuestra presencia en este Universo es un regalo incalculable —dijo Gaspar.
Baltasar, que llevaba sobre su pecho el medallón que simbolizaba su vínculo con la luna desde su nacimiento, ofreció una mirada serena y llena de gratitud y veneración hacia ella:
—Tu magia es la guía que ilumina nuestros caminos en la noche de los tiempos —pronunció—. Tu luz me acogió la noche en que nací y eres guardiana de mis pasos desde entonces. Tu resplandor es mi faro incondicional, noble Qamar —concluyó, llevándose la mano abierta al pecho e inclinando ligeramente su cabeza.
Qamar respondió con un brillo especial y un susurro melodioso, envolviendo con sus tules azules a su bendecido:
—Deseé que mi luz fuera la primera que vieras. No para recordarme a mí, sino para no olvidar jamás la luz de los ojos de tu madre.
La conexión entre la luna y Baltasar, sellada por aquel símbolo compartido, resonó en un silencio lleno de significado. Después, los tres grandes sabios empezaron a desvanecerse en aquella penumbra estrellada, dejando un eco suave de sus palabras. Pero algo interrumpió su transfiguración.
A lo lejos se escuchó el eco de unos pasos sin huellas, el arrullo de un halo que era más celestial que terrestre. Envuelta con un aura de benignidad, se vislumbró una silueta que desafiaba lo mundano. Su vestimenta, un manto de los caminos, reflejaba la gratitud de las voces a su paso, y su presencia desprendía un aroma de entrega, bondad y compasión que se mecía con la brisa calma. Era Artaban, la encarnación viva de la gracia divina.
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Nunca se reunió con sus tres compañeros. El destino lo había mantenido, una y otra vez, alejado de ellos, sin embargo, lo acercaba más a la gloria del cielo. Pero esta noche, mágica y única, por fin llegaba. Su magia no residía en la alquimia, ni en conjuros o hechizos. sino en su clemencia, su altruismo y la eterna disposición de ofrecer una sonrisa y una mano a aquellos que las necesitaran.
—¡Artaban! —exclamó Baltasar, acercándose para abrazarlo—. Hermano...
—Hermano... —respondió Artaban, coronado con la santa luz celestial —. Me alegro de verte... ¡Y a vosotros, mis viejos amigos!
Tras saludarlos, sus ojos se posaron en Qamar. Ratón miraba fascinado. Quién era aquel ser que tanta luz irradiaba, que traía consigo la divinidad y la paz que el firmamento mismo albergaba. Era la encarnación de la compasión, la guía que las almas necesitaban, la presencia que llenaba el vacío con la promesa de la eternidad.
—Noble guardiana de la noche, en cada uno de vuestros destellos he la compasión y la gracia de un Universo que halla en vos su más preciado tesoro. Os ruego aceptéis mi más profunda gratitud por la luz que derramáis sobre este mundo.
—Tus palabras resplandecen con la misma bondad que ilumina tu ser. Eres el alma misma de la compasión y la guía que se alza en los momentos más oscuros. Tus actos de amor te han coronado.
—Y de olvido, mi noble Qamar.
—Que no te nombren o no te recuerden, no significa que no existas en las almas y en los corazones. Tu destino estaba trazado a la diestra de la diestra, a la luz de la luz. Debe seguir así.
—Gracias por tus palabras —concluyó para dirigirse al ratoncillo—: Pequeño y valiente ser, veo en tus ojos la luz de la esperanza y la fuerza del amor. Tu historia es un ejemplo de coraje en tiempos difíciles. Que estos dones que has recibido hoy sean faros que guíen tus pasos siempre. En tu corazón y tus acciones reside la verdadera magia que transforma el mundo. Confía en la luz que habita en ti e iluminarás los caminos de muchos —sentenció antes de sacar de su pequeña bolsa, asida a la cintura, una hermosa piedra preciosa que entregó a Ratón, del mismo modo que lo había hecho a lo largo de su vida por los caminos para salvar vidas, lograr libertad y saldar deudas.
Ratón, con un tremendo nudo en la garganta, no supo pronunciar palabra. Artaban sonrió y acarició con la yema de su dedo, la cabeza del ratón. La luna, con su brillo plateado y expresión tranquila, se volvió hacia el pequeño ser.
—Cada instante de esta noche permanecerá en tu alma por toda la eternidad, mi querido Ratoner.
—Ha sido una noche inolvidable, una danza de luz, de amor, de paz que ha iluminado mi corazón y mi alma —Ratón, con los ojos aún brillantes por la emoción, asintió con reverencia.
Cuando el pequeño roedor miró a su alrededor, se dio cuenta de que estaban solos. Un rumor encendido emergió desde el bosque, recorriéndolo por completo. Cada ser vivo, cada roca, cada brizna de viento, cada instante de silencio se vio envuelto por aquella quietud, aquella magia. Y la luna y el ratoncillo se miraron y sonrieron al saber que compartían un secreto que solo ellos podían comprender.
—Creo que es hora de regresar a casa, mi dulce Qamar, y seguir disfrutando de esta extraordinaria noche. Tenemos que repartir magia. Por cierto, tienes que contarme quién es Artaban, parece un tipo interesante.
—Esa es una larga, pero bellísima historia. Mas esta noche, tú serás el mejor rey mago.
—¿Sabes? Yo pensaba que el cuarto rey era Secayó.
—¿De dónde sacas eso?
—Melchor, Gaspar, Baltasar y se cayó... —rio el ratón. Qamar se llevó unos rayos a la cara y sonrío.
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Este cuento tan largo, quiero aportarlo a los retos jueveros en una ocasión tan especial y de un modo excepcional, esperando que os dibuje una sonrisa, os dé una pizca de magia y un mucho de ilusión, para no olvidar dar vida al pequeño o pequeña que llevamos dentro, latiendo en nuestra alma, aleteando en nuestro corazón.
¡Feliz día de Reyes!
Con todo mi cariño para todos vosotros y, en especial, para el Ratón Azul del Universo Azul, Ratoner.